Las manifestaciones nocturnas previas a la unitaria del 25 de Noviembre son toda una declaración de intenciones. Las mujeres salimos en masa, de noche, y la reivindicación se mezcla con la sensación de seguridad, que muy pocas veces tenemos. Cuando se desconvoca y llegamos a casa, todas nos hemos enviado entre nosotras el típico mensaje de si hemos llegado bien, incluso si hemos ido de dos en dos. El camino de vuelta puede ser lo de siempre, otro camino de vuelta más, pero, en algún momento, aparecerá alguien que nos recuerde que por mucho que hayamos gritado “Las calles son nuestras”, en efecto, no lo son. Esta persona o, mejor dicho, este hombre, nos gritará algo desde el coche, o tendremos que cambiarnos de acera, o simplemente nos preguntará que a dónde vamos. Y llega, otra vez, el sentimiento de inseguridad, y el golpe de realidad: ni las calles, ni la noche, ni los espacios de ocio nos pertenecen. Para la inmensa mayoría de mujeres, nada es nuestro; aunque luchemos para que así sea.
En este 25N, podemos observar que la historia se repite: otras violaciones grupales, la de Manresa, la de Pamplona, y otras dos sentencias por abuso. El triunfo que supuso la sentencia de la Manada de los Sanfermines -de hecho, estamos en una situación en la que podríamos empezar a enumerar las manadas como si de sucesores monárquicos se tratase- ha sabido a poco, tan poco que parece que incluso hemos pasado página, como si saltásemos de una tragedia a otra. Y cómo recordarlo, si ya se han denunciado otras dos Manadas desde aquello. La omnipresencia de las Manadas es el reflejo de la cara más sórdida del patriarcado, nos muestra algo que siempre ha estado ahí, pero que ahora se denuncia. Los medios de comunicación los muestran como retazos en un pasado que se niega a irse, pero, realmente, son hijos del presente. El capitalismo y el patriarcado generan Manadas, que ahora han tomado la forma simbólica del monstruo patriarcal de tres cabezas, aunque esta violencia patriarcal se extiende mucho más allá.
Sobre la violencia patriarcal, que es el tema que nos atañe, han corrido ríos de tinta. Normal, teniendo en cuenta que es un fenómeno de carácter político que atraviesa nuestra existencia y con el que tenemos que convivir día a día. Pero ¿Cómo analizamos desde el marxismo este tipo de violencia? Tenemos que partir de la base que la violencia es inalienable a la lucha de clases misma, es inherente a cualquier sistema ya que su reproducción no es mecánica, sino que requiere de elementos estabilizadores para que funcione. En abstracto, estos contextos pueden sonar vacíos, pero pasaremos a desarrollarlos. Para empezar, es necesario introducir una breve perspectiva histórica de los orígenes del patriarcado, y su ligazón con la propiedad privada, para entender cómo se relaciona éste con el capitalismo, y qué función exacta tiene la violencia patriarcal.
Entendemos como patriarcado a un conjunto de relaciones sociales en las cuales la mujer se sitúa en una posición de inferioridad respecto al hombre. Para entender el porqué de esta situación de dominación, tenemos que hablar del surgimiento de la propiedad privada. A grandes rasgos, antes de la existencia de ésta, la organización económica estaba basada en la caza y en la recolección, y la organización social era comunal (Engels se refiere a este período como comunismo primitivo). En esta fase histórica, los descubrimientos recientes indican que la división sexual del trabajo no era tan rígida como se pensaba, dedicándose tanto hombres como mujeres a la caza y a la recolección, siendo esta última la principal actividad productiva. La propiedad privada aparece una vez se descubre la agricultura y la domesticación del ganado, cosa que produce excedentes; dichos excedentes condujeron a avances tecnológicos que permitieron una mayor eficacia en la producción. Entonces, este cambio en el sistema productivo genera una serie de cambios a nivel social: surge la división de la sociedad en clases, en base a la relación que mantienen los individuos con los medios de producción. En todo este proceso, muy dilatado en la historia, se relega a las mujeres a la esfera doméstica, ya que la crianza dejó de ser comunitaria, pero la reproducción de la fuerza de trabajo seguía siendo necesaria en unas estructuras económicas más y más complejas. Obviamente, este nuevo papel, para que tuviese una condición permanente, era necesario que las instituciones que legitimaban el sistema de clases, como el Estado, legitimaran también el sistema patriarcal. Entonces, nos encontramos con que, además, la organización en base a la familia tiene un papel clave en la permanencia del patriarcado.
En resumidas cuentas, la opresión de las mujeres fue un proceso que duró milenios, que se dio por definitivo en el momento en que las instituciones de la época reglamentaron dicha opresión. La violencia contra las mujeres siempre ha sido legítima: desde la familia como elemento disciplinador, las religiones como instituciones en las que se imponían unas determinadas conductas sociales, hasta el Estado en sí. Un ejemplo es que, históricamente, el adulterio siempre ha estado penado por ley en el caso de las mujeres, o que, hasta hace muy poco, la violencia de género no sólo era legal en varios países como España, sino recomendable si se quería tener un núcleo familiar estable. De hecho, el matrimonio, tradicionalmente, ha sido el contrato social en el que el hombre tenía pleno derecho a acceder al cuerpo de la mujer sin ninguna consecuencia.
Es el capitalismo el sistema económico que ha sacudido las relaciones entre los géneros. De hecho, el proceso de implementación del capitalismo fue especialmente un período violento contra las mujeres. La clasificación en dos grandes clases, la burguesía y la clase trabajadora, implica que es necesaria una gran cantidad de mano de obra, en centros de trabajo con más y más capacidad, así que, ahora más que nunca, el patriarcado era socialmente necesario. No sólo era necesario un crecimiento demográfico, sino que se asegurara la reposición de la fuerza de trabajo. De aquí surge la famosa doble explotación: el trabajo reproductivo y el trabajo asalariado. Porque la implementación del capitalismo supuso, también, convertirnos en asalariadas. Aunque, por otra parte, de este mismo capitalismo surgieron las luchas de las mujeres trabajadoras equivalentes al feminismo de hoy, en el que se consiguieron una serie de derechos civiles que obligarían al sistema capitalista a mostrarse más diverso en sus formas de ejercer la violencia.
A nivel legislativo, se podría decir que hemos conseguido una igualdad formal. Incluso, a través de años de lucha, se ha conseguido que se lleguen a condenar las formas de violencia más extremas. No obstante, es evidente que la violencia patriarcal no ha desaparecido: las calles no son seguras para nosotras, las violaciones están a la orden del día y, a pesar de que exista una ley específica para la violencia de género, nos siguen asesinando. En este contexto, encontramos dos factores, el primero corresponde a cómo funcionan las instituciones burguesas. A la vista está que, la igualdad formal, al fin y al cabo, no es más que papel mojado si no se aplica. La aplicación de ésta se consigue a base de presión sindical para que se apliquen protocolos contra agresiones sexuales en empresas, o a base de presión social en casos que se den fuera del entorno laboral. Para conseguir que la sentencia de la Manada fuera de violación, fueron necesarias incontables movilizaciones, pero el resto de las sentencias a grupos de violadores han sido de abuso. Si queremos conseguir que las leyes se apliquen (que mínimo), hay que luchar, pero no ganamos siempre. Eso se debe a que las instituciones están al servicio de la clase dominante, hay un interés en que sigan existiendo mecanismos violentos patriarcales, ya que la división sexual del trabajo tiene un papel clave en el capitalismo. Así que, aunque haya margen de negociación de cara a nuestras condiciones de vida más inmediatas, nuestra emancipación no se puede dar dentro del propio sistema capitalista. La otra forma en la que se legitima la violencia contra las mujeres es mediante la industria sexual y cultural. La prostitución y la pornografía son fenómenos que han tomado proporciones masivas dentro del capitalismo, que transmiten un mensaje muy concreto: el consentimiento sexual tiene precio, y una vez pagado este precio, es legítimo cualquier tipo de acto de violencia contra las mujeres. Además, no hace falta irse a la industria sexual en específico: en la literatura, el cine y otras producciones culturales no es difícil encontrar elementos que blanqueen la violencia contra las mujeres. El capitalismo ha conseguido hacer que la violencia contra las mujeres sea un negocio.
Las Manadas no son excepcionalidades, ni salen de la nada, al igual que los maltratadores o los acosadores. Hay unas relaciones de poder que, aunque varíe la forma, históricamente han estado legitimadas por todas las instituciones. La violencia machista es el brazo armado del patriarcado, y toma diferentes manifestaciones. Además, somos las mujeres trabajadoras las que la sufrimos con más virulencia, ya que es especialmente necesario nuestro sometimiento por ser específicamente las de nuestra clase indispensables para la reproducción y la reposición de la fuerza de trabajo. También, al tener recursos económicos escasos, nuestras herramientas de defensa son más reducidas. Es necesario luchar para sobrevivir, y para esto hay que conseguir la aplicación de las reformas que tanto nos ha costado conseguir. Es necesario crear una cadena de concienciación entre nosotras, dotarnos de herramientas que nos permitan una efectiva autodefensa, y organizarnos en un feminismo de clase que vele por la seguridad de las mujeres trabajadoras. Pero, para terminar con el patriarcado, necesitamos terminar con el capitalismo, cosa que requiere un trabajo paralelo de organización. Si queremos emanciparnos, tenemos que luchar para conseguir un sistema que sí ponga las instituciones a nuestro favor, en la que nuestra participación sea activa, por y para las mujeres trabajadoras. Así, podremos llegar a decir que las calles son nuestras, no sólo una vez al año, sino de forma permanente.