Lecciones de la Revolución Socialista de 1917

El 25 de octubre de 1917, según el calendario ruso de la época, el 7 de noviembre según nuestro calendario, tuvo lugar el inicio de la Revolución Bolchevique en Rusia, con la toma del control de la entonces capital rusa, Petrogrado, siendo su evento más conocido la toma del Palacio de Invierno, sede provisional del gobierno burgués de Kerenski.

Esta Revolución conectó la incompleta Revolución Democrática de Febrero de 1917 que había derrocado al régimen del Zar y lo había sustituido por una República burguesa gestionada por distintos partidos (incluyendo los mencheviques, supuestos socialistas revolucionarios) , con una Revolución Proletaria, donde la clase obrera y el campesinado tomaron el poder político y hubieron de terminar las tareas pendientes de la Revolución Democrática (reparto de la tierra y fin de las relaciones feudales de producción, alfabetización y educación, combate al oscurantismo religioso, acumulación de capital…) a la vez que iniciaban la construcción del socialismo.

La Revolución Bolchevique es el primer momento en la historia en que la clase obrera toma y consolida su poder político, llegando a avanzar hacia el comunismo. Por eso, todo trabajador o trabajadora que crea que es necesario superar el capitalismo, y especialmente quienes nos reconocemos como comunistas, debemos estudiar repetidamente esta experiencia.

Si bien no es la primera vez que escribimos al respecto, creemos conveniente ofrecer a continuación de forma condensada una serie de lecciones que la Revolución Bolchevique nos permite aprender y comprobar.

El poder nace de la boca del fusil

En la Revolución Bolchevique encontramos el poder político en su naturaleza más cruda. Lo fundamental del poder es quién controla la violencia, quién está en posición de ejercer la violencia de manera organizada y continuada para organizar la sociedad en una determinada área y en su propio interés.

Ya desde la Revolución de Febrero encontramos un caso especialmente claro: entre Febrero y Octubre de 1917 coexistieron en distintas áreas de Rusia (especialmente en sus grandes ciudades industriales) dos poderes contrapuestos entre sí: por un lado, el poder burgués, representado por la República Rusa, dirigida por el Gobierno Provisional, que todavía no se había asentado y era débil; por otro lado, el poder obrero, representado por los Soviets de obreros y campesinos, consejos de trabajadores armados que habían nacido como órganos de lucha formados por trabajadores con ideas socialistas, pero que habían evolucionado tras la Revolución de Febrero y habían pasado a ejercer el control directo sobre distintas áreas. Es decir, existía una situación de poder dual.

Ambos ejercían el poder en unas mismas áreas porque ambos tenían la fuerza suficiente para hacerlo, pero no tenían la fuerza suficiente para eliminar al otro. El poder ejercido por el Estado burgués era necesariamente contrario al poder ejercido por los consejos de trabajadores, dado que ambos organizaban a la sociedad en determinadas zonas para obtener resultados completamente opuestos: unos para consolidar el capitalismo, otros para defender a los trabajadores.

La lucha de clases es el motor de la historia

Para que el poder político pueda sostenerse en el tiempo, necesita responder al interés objetivo de un grupo significativo de la población que pueda desarrollar una base económica que le permita consolidarse. Este grupo de personas es, por tanto, una clase social, un grupo caracterizado por tener una misma función en las relaciones de producción: lucrarse de la producción agrícola, lucrarse del trabajo esclavo, trabajar por un salario, labrar la tierra para un terrateniente…

No todas las clases sociales tienen el potencial para desarrollar un sistema económico capaz de superar al poder anterior. Los señores feudales pudieron sustituir a los imperios esclavistas por la estabilidad que proporcionaba el modo de producción feudal frente al esclavista; los burgueses pudieron sustituir a los aristócratas feudales por el enorme desarrollo de las fuerzas productivas que desataba el capitalismo. Sin embargo, los esclavos o los siervos feudales, aunque podían expulsar durante un tiempo a las clases dominantes, no hubieran podido consolidar su poder político, porque ni sus conocimientos y visión política aprendidos trabajando, ni las posibilidades productivas de la época les permitían desarrollar un sistema económico que superase al de sus explotadores.

Sin embargo, el capitalismo ha creado a una clase de explotados que se encarga de mantener en marcha toda la sociedad, la clase obrera, a la vez que mantiene la producción sumida en la anarquía para beneficio de un puñado de capitalistas y para indignación de los trabajadores. Es decir, a la clase obrera le interesa tomar el poder para su propio beneficio, como a cualquier otra clase explotada anterior, pero, además, en caso de hacerlo, no tiene ningún interés en concentrar las ganancias en pocas manos y mantener una competencia destructiva en la producción, de manera que su interés como clase social coincide con la posibilidad de un desarrollo económico mayor que el que permite el capitalismo.

En la experiencia revolucionaria rusa podemos comprobar esto en dos casos muy claros:

Por un lado, en los primeros meses tras la toma del palacio de invierno, resultó evidente que el poder político debía recaer fundamentalmente en el proletariado, que contaba con la disciplina y conocimientos para desarrollar el país, y que esto hacía posible que la clase de los campesinos, también explotada, compartiera el poder con la clase obrera, para llevar a cabo la revolución democrática y después la revolución socialista en el campo semifeudal ruso con ayuda del control obrero de la producción.

De ahí que los comunistas rusos pudieran permitirse disolver la Asamblea Constituyente burguesa, elegida después de la Revolución de Octubre, sin perder el control del país, aunque estuvieran en minoría parlamentaria. La mayoría de proletarios había votado a los bolcheviques, y la mayoría de campesinos (mucho más numerosos que los proletarios) había apoyado opciones demagógicas que proponían programas revolucionarios democráticos que no podían cumplirse bajo el capitalismo.

Los comunistas rusos lo vieron claro: lo mismo da un parlamento en el que todo es palabrería y papel mojado. Si la mayoría de la clase obrera está convencida de ejercer y consolidar su poder revolucionario, podrá ganar a las demás clases sociales explotadas para su proyecto aunque estas otras clases no elijan a los comunistas en las urnas burguesas.

Por otro lado, en la segunda mitad de los años 20 y durante los años 30, con la construcción socialista, el mundo pudo observar cómo la Unión Soviética desarrollaba su economía, terminaba con el paro y otras lacras sociales y repartía la riqueza mientras los países capitalistas se hundían en la crisis del 29. Además, esta economía desarrollada desde la voluntad de favorecer al conjunto de trabajadores y no en búsqueda de la ganancia privada, permitió a la Unión Soviética contar con una economía independiente y capaz de enfrentar el esfuerzo de guerra en la II Guerra Mundial.

Salvo el poder, todo es ilusión

Contrariamente a lo que suele venderse en los relatos más edulcorados sobre la Revolución de Octubre de 1917, los bolcheviques no derrocaron al Zar ni a un régimen autocrático, sino a una República Democrática burguesa, considerada entonces la más democrática del mundo (aunque fuera por su debilidad), y dirigida por políticos que se consideraban marxistas y revolucionarios.

Si hubieran vivido en aquella época, seguro que nuestros ministros comunistas, Alberto Garzón y Yolanda Díaz, opinarían que los bolcheviques eran unos sectarios que se dedicaban a ponerle palos en la rueda al cambio en momentos de grandes dificultades para una débil república dirigida por socialistas.

Pero lo cierto es que el sistema no había cambiado, y un puñado de ministros y funcionarios con carné “revolucionario” no cambiaba eso. Es más, servía para intentar hacer más tragable la explotación capitalista en un momento en que estaba siendo cuestionada. Todo tenía lógica: el pueblo ruso odiaba estar en la I Guerra Mundial para beneficio de un puñado de capitalistas y terratenientes rusos, pero los socialistas revolucionarios del Gobierno Provisional no podían salirse de aquella guerra sin romper con los capitalistas que la sostenían, y, en caso de intentarlo, simplemente hubieran sido sustituidos acogiéndose a alguna cláusula legal o decisión parlamentaria previa. Desde su perspectiva, la República iba a reprimir a los obreros y llevarlos a la guerra igual, así que, al menos, ellos podían aliviar este sufrimiento hasta que consiguieran todavía más puestos burocráticos. Hasta ese momento, podían esperar plácidamente mientras el pueblo ruso malvivía: si no eran ellos, serían otros.

Los bolcheviques, particularmente Lenin, vieron clara esta situación: la República rusa era una República burguesa, y solo “respetaba” la situación de poder dual, compartido, con los soviets porque no tenía fuerza para eliminarlos. Estuvieran los mencheviques o los liberales, cuando el Estado burgués tuviera fuerza suficiente tendría necesariamente que eliminar el poder de los soviets. Es más, los mencheviques, que estaban a la vez en el Gobierno Provisional y los soviets, trataban de limitar los soviets a seguir siendo únicamente órganos de reivindicación radical que presionaran al Gobierno provisional para cumplir sus demandas o evolucionar en una dirección más progresista. Los mencheviques eran un caballo de Troya, sí, pero no de los trabajadores en el Gobierno burgués, sino de los capitalistas en los consejos obreros.

Ante esta realidad, Lenin planteó en sus conocidas Tesis de Abril la consigna política de “¡Todo el poder para los Soviets!”, con el que la popularidad bolchevique en estos consejos se disparó, y que sirvió para canalizar las energías populares hacia la toma del poder.

Sin consciencia política no hay poder político

Para que una clase social ejerza el poder político tiene que querer hacerlo: tiene que conocer sus propios intereses y estar dispuesta a imponerlos por los medios necesarios.

Las distintas clases explotadoras a lo largo de la historia lo han tenido y lo tienen clarísimo. Como siempre se ha tratado de minorías que tratan de mantener oprimidas y alienadas a mayorías, su poder siempre ha aparecido disfrazado o gestionado por “intermediarios”: el supuesto poder divino de los emperadores, la santidad de los aristócratas feudales y la patria o la democracia de los capitalistas.

En concreto, los capitalistas tienen, a grandes rasgos, dos tipos de régimen para mantener su orden social: las dictaduras (fascistas o militares), donde la represión es lo fundamental y, aparentemente, el poder lo ostenta una persona o un grupo exclusivo de personas, y las democracias burguesas, donde se van sucediendo gobiernos y parlamentos que permiten un ajuste más fino de las políticas capitalistas, para hacerlas más agresivas o más discretas según convenga.

En el caso ruso, Lenin, en su libro El Estado y la Revolución, explica cómo los propios ministros mencheviques confiesan que realmente en el parlamento pueden hacer poco más que hablar, porque a la hora de la verdad la gran mayoría de medidas gubernamentales se toman entre bastidores, en los pasillos de los ministerios, y están tremendamente limitadas por las circunstancias. Esta división de poderes permite tener un parlamento que sirve de circo para dar apariencia de debate y permitir a los burgueses tomar el pulso a la sociedad, un gobierno para gestionar el día a día del poder burgués, y un aparato judicial y represivo especialmente fosilizado e intocable que cuida las palancas fundamentales de la sociedad capitalista.

Sin embargo, la clase obrera toma el poder para sí misma y las demás clases explotadas, no puede asentarlo sobre el engaño porque significaría excluirse a sí misma y regalarle el poder a una burocracia política que hablase en su nombre. Para ejercer su poder, necesita hacerlo a las claras, sin falsas divisiones de poderes que distraigan y dejen en papel mojado sus decisiones o premien a demagogos.

La clase obrera no puede permitirse tampoco “dirigentes” que compitan entre sí por promesas que no pueden cumplir, ni una supuesta variedad de partidos políticos que se alternan en el poder para representar mejor a la sociedad. Los partidos políticos del circo parlamentario burgués no son expresiones políticas nacidas de la nada, de la pura preferencia individual, sino que responden al intento de conciliar los intereses de distintas clases y capas sociales con el sistema capitalista, y están orientados a convencer a esas clases y capas sociales de que pueden mejorar sus condiciones bajo el capitalismo, sea esto posible o no.

Para poder tomar y consolidar su poder, la clase obrera necesita que sus miembros y dirigentes más abnegados, disciplinados y formados políticamente colaboren y se organicen en un único partido dirigente encaminado precisamente a esa toma y consolidación del poder obrero.

Ese papel precisamente jugó el Partido de los bolcheviques: tras años de ser una minoría disciplinada, formada y respetada entre el proletariado, de contar con algunos de los mejores dirigentes de entre los trabajadores, señalaron claramente la necesidad de que la clase obrera tomara el poder de manera exclusiva con los soviets y destruyera el aparato del Estado burgués, y la clase obrera que participaba en los soviets pasó en masa de apoyar a los mencheviques a apoyar a los bolcheviques. Los integrantes de los soviets eran los mismos, era su consciencia de la necesidad de tomar el poder lo que había cambiado.

Más tarde, a medida que el proceso revolucionario avanzó tras la toma del Palacio de Invierno, los partidos políticos socialistas que habían sido colaboracionistas de la República burguesa pero habían intentado estar “en misa y repicando” fueron quedando en minoría al no ser útiles en la práctica para la clase obrera, de manera que los bolcheviques no tuvieron ningún problema al ir excluyéndolos de espacios de poder en los que pretendían estar por haber tenido importancia en el pasado.

El Estado es la herramienta del poder político, de opresión de una clase sobre otra

Igual que hemos visto que el poder no es algo abstracto, también hay que tener en cuenta que el poder no se ejerce en el vacío. Cuando una clase social ejerce su poder, lo ejerce sobre otras clases sociales, es decir, intenta imponer el orden por la fuerza en una sociedad contradictoria, necesariamente no pacífica. Para eso, la clase que está en el poder se ve obligada a desarrollar un Estado, una institución que administra el conjunto de la sociedad mediante la violencia organizada y la burocracia.

Por eso, cuando hablamos de luchar contra el capitalismo no nos limitamos a señalar a los capitalistas, sino que debemos señalar a su Estado burgués, sea este democrático o dictatorial, sea su gobierno de derechas o de izquierdas. Si ponemos el foco sobre los capitalistas, estamos apartando el foco de la cuestión del poder y cómo se ejerce, y desarmándonos ideológicamente como trabajadores.

En el caso ruso, los bolcheviques señalaron claramente al Gobierno Provisional y a la República Rusa como los enemigos del proletariado, como aquellos a destruir para que la clase obrera y el campesinado pudieran ostentar y consolidar su poder político. Si no lo hubieran hecho, los políticos reformistas que gestionaban el Gobierno Provisional podrían haber convencido a muchos trabajadores de que el Estado era su amigo, que estaba luchando contra los reductos de la antigua sociedad feudal. Pese a que existían ciertamente elementos ultra reaccionarios fuera del Gobierno Provisional, los bolcheviques no titubearon en este sentido.

Por otro lado, tras la Revolución las cosas no cambian por arte de magia. Ni crecen fábricas de los árboles, ni se desarrolla social y productivamente el campo, ni las costumbres e ideas de las viejas sociedades de clases desaparecen. Incluso siendo infinitamente más justo que el régimen anterior, el nuevo poder obrero se ve obligado a gestionar la escasez, a combatir a enemigos del proyecto revolucionario que no siempre pertenecen a las antiguas clases dominantes aunque las sirvan objetivamente, a priorizar unos sectores de la producción frente a otros aunque esto pueda contravenir las comodidades más inmediatas de la población. En resumen, la clase obrera también necesita de su Estado, la dictadura del proletariado, una vez toma el poder.

Pero, como el propio Lenin señaló en sus escritos y como tras la muerte de Stalin pudimos ver en la Unión Soviética, este Estado tiene su burocracia, aunque sea una burocracia nueva y roja, y esta burocracia tiende a acomodarse, a excluir a los obreros de la participación y, poco a poco, a socavar las bases del poder obrero, a convertirse en burgueses ellos mismos y, finalmente, a conducir a la restauración del capitalismo.

Por lo tanto, la clase obrera y su Partido dirigente deben estar continuamente en guardia frente a estos desarrollos burocráticos, y contar con herramientas políticas para evitarlos.

El imperialismo como fase superior del capitalismo

Cambiando un poco de asunto, debemos prestar atención a otra gran cuestión que la Revolución Bolchevique permitió entender con mayor profundidad: el imperialismo no como simple política belicista de los países capitalistas ricos, sino como una nueva fase del capitalismo que afecta a todos los aspectos de la lucha de clases.

En el imperialismo, el desarrollo y concentración de la producción en cada vez menos burgueses, lleva al nacimiento de monopolios (grupos empresariales que controlan ramas enteras y variadas de la producción), el crecimiento enorme de los bancos y su fusión con los grandes grupos industriales, dando lugar a una capa dominante de la burguesía, la oligarquía financiera, y la división de los países en una cadena de dominación donde podemos diferenciar dos grandes grupos: las potencias imperialistas (como España o Rusia, tanto ahora como en aquella época) y los países dominados, ya sea directamente por medios militares (colonias) o indirectamente por medios económicos (semicolonias).

Para sostener su dominio imperialista, la oligarquía financiera necesita tener las cosas “en paz” en sus Estados de origen, para lo cual desarrolla sus Estados hasta ser enormes maquinarias burocrático-militares, que mantienen el orden y garantizan el flujo de sus negocios, a la vez que le permite dominar mejor a los países subyugados.

Por eso, a diferencia de en etapas anteriores al Imperialismo, como la Revolución Francesa, a los burgueses ya no les interesa movilizar a las masas populares para hacer una revolución democrática que termine con los resquicios feudales, porque les conviene mantener el orden y no quedarse atrás en el reparto imperialista del mundo. En las potencias imperialistas, apuesta por aliarse con las clases feudales e integrarlas gradualmente en su proyecto de dominación, mientras en los países dominados, colabora con el saqueo imperialista y los terratenientes de distintas maneras.

La impotencia de la República nacida de la Revolución de Febrero de 1917 da buena cuenta de esta tesis planteada originalmente por Lenin. Mientras que los mencheviques pretendían que el pueblo ruso se quedara esperando a ver cómo la burguesía rusa desarrollaba un proyecto revolucionario capitalista, los bolcheviques señalaron claramente que la revolución democrática tendría que dirigirla la clase obrera, porque la burguesía rusa buscaría la paz con los antiguos aristócratas zaristas para poder mantenerse en la I Guerra Mundial, una guerra por el reparto colonial.

Además, el Imperialismo también escindió para siempre al movimiento obrero en dos alas: aquellos dispuestos a conciliar con el capitalismo y aquellos que realmente quieren terminar con él. Esto se debe a que, especialmente en las potencias imperialistas, las superganancias de la oligarquía financiera permiten ampliar (al menos durante ciertas temporadas) la cantidad de trabajadores acomodados que pueden vivir pasablemente bajo el capitalismo, y, sobre todo, permite nutrir una capa de dirigentes obreros o populares de palabra pero totalmente integrados en la política burguesa.

Además, a la vez, el Imperialismo vuelve más intrusivo y represor al Estado burgués, hace que las crisis económicas sean más virulentas y agrava el estancamiento económico del sistema debido al monopolismo. Es decir, aunque puede permitirse apaciguar temporalmente a parte de los trabajadores y comprar a sus representantes, a la vez tiende globalmente a ceder cada vez menos reformas y mejoras sociales, da menos margen a los políticos reformistas a rechistar y socava las libertades democráticas del pueblo. Esto es, compra a representantes obreros para luego desenmascararlos, desmotivando a los trabajadores con la política burguesa.

Esto obliga a que quienes quieren ser revolucionarios tengan que hacer mucho más esfuerzo en conocer a fondo la teoría política revolucionaria, ser disciplinados y organizados frente a un Estado muy represor y estar en guardia frente a posibles tendencias políticas que les hagan ser absorbidos por el Estado como reformistas. Es decir, el Imperialismo afina lo que significa ser revolucionario, obliga a concretarlo.

En concreto, la innovación principal de Lenin al respecto es en materia de cómo tiene que ser el Partido político revolucionario de la clase obrera. El modelo de los mencheviques, heredado del capitalismo pre-monopolista, era el que hoy vemos comúnmente en partidos reformistas: el partido de masas, un partido de afiliados sin una exigencia de compromiso, disciplina y formación política, un tipo de partido político que para el Estado burgués en el imperialismo es una pieza fácil de convertir en una maquinaria electoral y de reparto de puestos burocráticos, y que no está en absoluto preparado para plantar cara a la institución burocrático-represiva que representa el Estado.

Por el contrario, el partido bolchevique era lo que los comunistas rusos bautizaron con el nombre de Partido de Nuevo Tipo, también conocido como partido de cuadros. Un Partido en el que sí hay una exigencia de compromiso, disciplina y formación, donde existe una política discutida y unificada, donde los dirigentes lo son por elección y reconocimiento de las bases por su capacidad de lucha, no por manejar los censos y las cuotas o por ser buenos portavoces. Este Partido se vincula con las masas, desde las más concienciadas a las más amplias, a través de las distintas organizaciones de lucha de masas.

Los bolcheviques fueron un partido político minoritario dentro del movimiento obrero ruso hasta los momentos previos a la Revolución de Octubre, pero ya contaban con un gran reconocimiento por su capacidad de lucha y la claridad de sus análisis y consignas, su capacidad para distinguir el golpe principal a cada momento, y esa fama calaba también entre las bases de Partidos como los mencheviques.

No hay Partido Comunista que escape a la lucha de líneas

Antes de que los bolcheviques se considerasen marxistas-leninistas, ya existían debates en su seno que afectaban de forma vital a la manera en que tenía que desarrollarse la revolución. Valga como ejemplo que los dirigentes bolcheviques Kamenev y Zinoviev se opusieron a la toma del poder por verla prematura, y que muchos de los dirigentes, incluidos ellos dos, pretendían apoyarse tras la Revolución de Octubre en coaliciones con otros grupos socialistas, en lugar de directamente sobre las masas obreras en los soviets.

Estas visiones políticas divergían, en el fondo, por motivos de clase: retrasar continuamente la Revolución o pretender presentar acuerdos entre partidos políticos como “poder obrero” delatan una visión aburguesada de la política, con poca confianza en la clase obrera.

Una vez condensadas las aportaciones de Lenin validadas en la experiencia revolucionaria de Octubre, es decir, una vez sintetizadas como marxismo-leninismo, aunque a menudo el Partido de los bolcheviques trató de presentarse como monolítico, lo cierto es que mantuvo enormes debates internos que, una vez más, trataban sobre la confianza en las masas para que ejercieran el poder obrero, la confianza en la posibilidad de construir el socialismo, etc (esto puede verse más a fondo en algunos de nuestros artículos, como “Stalin: Frente a la propaganda, aprendemos de sus contribuciones” o “Trotsky y el trotskismo: análisis crítico desde el marxismo-leninismo”).

Cuando los principales representantes de corrientes revisionistas en el Partido Comunista de la Unión Soviética fueron derrotados, la lucha de líneas no cesó, simplemente se volvió subterránea. Los revisionistas ya no surgieron de entre los antiguos bolcheviques, sino de entre los nuevos burócratas del Partido, que hacían política diciendo una cosa y haciendo la contraria, ocultando sus intenciones, intentando desmotivar a la clase obrera a participar de su propio poder. Cuando Stalin murió, encabezados por Jruschev, dieron un golpe de Estado y salieron a la luz, sacándose de la manga tesis impensables hacía unos años, como que el capitalismo podía superarse pacíficamente mediante elecciones. Esto nos demuestra que los comunistas no podemos bajar la guardia ni conformarnos con un Partido Comunista aparentemente “en paz”, debemos sacar a relucir la lucha de líneas y llevarla de manera rigurosa para que sea posible fortalecer la línea revolucionaria e identificar las líneas revisionistas.

La cuestión militar no es secundaria

Por último, hay que detenerse en uno de los aspectos que a menudo se olvidan sobre la Revolución Bolchevique (o que algunos querrían olvidar): lejos de ser una especie de golpe limpio de unas pocas horas, la Revolución Bolchevique culminaba casi dos décadas de trabajo en el que se combinaban tareas de lucha de masas con tareas de lucha militar, ya fuera abierta (como en la Revolución de 1905, la de Febrero de 1917, las milicias vinculadas a soviets y sindicatos) o clandestina (golpes para financiarse, ataques quirúrgicos a reaccionarios, trabajo entre los reclutas del ejército ruso…). Y esta Revolución desató a su vez una larga guerra civil por la extensión y consolidación del poder obrero, que empezó estando desigualmente presente a lo largo del territorio ruso, fundamentalmente de sus grandes ciudades.

Es evidente que existen elementos que hacen que la Revolución Bolchevique suponga un caso particular: una guerra mundial con tácticas de guerra de infantería que llevó al reclutamiento masivo de trabajadores desmotivados para luchar, un Estado burgués recién nacido y débil y un Imperialismo que todavía no se había enfrentado a un Partido Comunista de Nuevo Tipo.

No obstante, aun teniendo estas particularidades en cuenta, debemos reivindicar la experiencia revolucionaria bolchevique también en el plano militar, frente a aquellos que pretenden hacerla pasar por una especie de golpe relámpago de la mayoría de la población desbordando al gobierno.

¡SIGAMOS EL EJEMPLO DE LA REVOLUCIÓN BOLCHEVIQUE!

¡DESATEMOS LA TORMENTA REVOLUCIONARIA!